ENFERMEDAD Y CURA:
IMAGEN Y PROCESO EN MEDICINA
Por: Richard Grossinger
Traducción: Jorge Kaczewer
Fuente: Planet Medicine – From Stoneage shamanism to post-industrial healing. (Medicina Planetaria – del chamanismo de la edad de piedra a la sanación post-industrial.) Richard Grossinger – 1980 – Editorial Shambala, EE.UU.
Vivimos en un planeta de mares y vapores, barro, fuego y polvo. Estamos suspendidos en un campo de atracciones ejercidas por objetos pesados que perduran eternamente, anidados entre sí de manera tal que las cosas más pequeñas que conocemos se hallan en continuo contacto y son influenciadas por las más grandes y por cosas más allá de toda visibilidad. No tenemos ningún comienzo simple, ningún precedente, ninguna explicación.
También vivimos en un mar de luz que brota de un sol-estrella de tamaño miles de veces mayor que el de nuestro mundo. Esta luz es tan completa y tan rica que estamos bañados por ella en todo momento. Penetró el planeta a tal punto que nuestros cuerpos están hechos de sus depósitos. Es el amarillo aceite de la manteca y el ámbar volcánico; es la lluvia y también la nieve. El calor del suelo, de cada aliento y los organismos provienen de ella. Nuestros mismos pensamiento y civilización son un subproducto del sol.
El mismo espacio y la misma distancia que separan del nuestro a cualquier mundo del universo que vemos cada noche rigen la distribución de las cosas. Venimos a la vida como criaturas espaciales, desde las diminutas geometrías de los genes hasta la cruda topología sanguínea de nuestra carne y el canal del parto, a la geografía de los sentidos y el cerebro. Todo está dispuesto, como si fuese en un río de tiempo que envuelve la creación.
Nosotros estamos dentro de esta condición. Nosotros somos, de hecho, el interior de esta condición –el único interior que conocemos. No cuestionamos nuestra presencia aquí. Asumimos que somos nativos. La cantidad de todo no nos supera ni destruye porque la conocemos como a nosotros mismos. La contactamos desde adentro y no allá afuera donde está.
Nadamos en la piscina rodeada de frías montañas; corrientes climatizadas por el sol se funden con remolinos subterráneos de hielo; olas atraviesan nuestro sistema nervioso, cambiando nuestros sentimientos, reviviendo memorias. Nuestros nervios y tejidos ven la luz chisporroteando en la superficie, creando relaciones entre corrientes y remolinos. Vivimos en semejante piscina, una piscina sensitiva a tal nivel que, a medida que estas palabras e imágenes van transcurriendo a través de mi conciencia, transforman mi química presente al escribirlas, y la tuya al leerlas.
Todo el tiempo, sin embargo, esta cosa que somos, la actriz de este estar sintiendo, observando, sabiendo, imaginando lo que es, es esos mismos elementos: agua, barro, polvo y fuego. Si surgimos a partir de la materia, pudimos hacerlo sólo a través de las propiedades químicas de esa materia, sin atajos, sin discontinuidad, y en total concordancia con las leyes absolutas de la naturaleza.
Somos extremadamente complicados, pero nuestras sangres y hormonas son básicamente agua de mar y ceniza volcánica, coaguladas y refinadas. Nuestra piel comparte su química con la hoja del roble y el ala de la polillas. Las corrientes de energía que nuestros cuerpos regulan comparten un flujo molecular con el sol. Los
nervios y los rayos son sucesos emparentados ligados a la Naturaleza en niveles diferentes.
Somos una forma particular dentro de una estructura más amplia, moldeada en su seno, incrustada a ella, mantenida ahí por el contorno invisible del ser. Nuestra conciencia es una característica natural de la creación. No podemos extraerla, excederla o evadirla; no podemos engañarla o ser trasladados hacia fuera de ella. Nuestras evaluaciones sobre ella fracasan, porque siempre seguirán siendo parte del tema investigado.
Sólo existe este único mundo, esta única creación. Hasta los fenómenos denominados “sobrenaturales” deben ocurrir en su seno, ya que no existe otro lugar donde puedan suceder. En cciertos períodos de la historia y en ciertas regiones, las cosas pueden ser consignadas a otro mundo porque no parecen correctas en el lugar en que ocurren. El “otro mundo” es una forma de expresar la complejidad y la paradoja de su relación para con nosotros y el mundo más familiar. Estas cosas no requieren otro universo. El universo en el que estamos es lo suficientemente vasto como para contenerlas también.
Tenemos cuerpos de apariencia sólida y vivimos en un mundo de eventos definitorios. Sin embargo, nuestro ser real es una entidad resplandeciente, multidimensional, encarnando en su vida celular en curso y su continuum perceptivo, la primera célula y el comienzo del pensamiento. Nuestra vida contemporánea repite y reexperimenta antiguos momentos mientras los da a luz nuevamente. Tal nuestra profundidad y el sentido de nuestro propio significado. El proceso que trae criaturas al mundo, en cuerpo y sentidos, las sostiene y reproduce justo del mismo modo en que las inventó.
Las categorías de la medicina son inseparables de las definiciones de la vida y la conciencia. La enfermedad sucede tal como lo hacen los organismos: en la química viva del tejido y la cognición de la mente. No tiene significado intrínseco alguno ni tampoco garantía de remediación. Los sistemas individuales de medicina explican esto en sus modos individuales, dando usualmente la apariencia de orden, entendimiento y curas correctamente seleccionadas.
Pero la enfermedad no es más explicable que la vida misma. Cualquier sistema, como cualquier inquisición metafísica, resuelve algunos problemas pero fracasa al
intentar hacer que coincidan sus explicaciones y remedios con las enfermedades mismas. Todo sistema se halla limitado por sus herramientas y su contexto cultural. Al elegir un camino de explicación y defensa, debe desechar otros, por lo cual siempre debe ser regional o provincial.
Este es el punto crucial para cualquier discusión sobre la medicina. Porque la medicina es un oficio y también una filosofía. Provee significados y explicaciones para enfermedades, y además se propone curarlas. A diferencia de la mayoría de filosofías, no puede haraganear en las paradojas; debe escoger un camino, aún cuando ese camino sea inadecuado y parcial.
Muchas prácticas resuelven las crisis no sin profundas consecuencias secundarias. Otros métodos exploran las profundidades de la cura y el cosmos a expensas de una acción decisiva y explícita. Estos polos marcan la inmanente lucha conjunta de la medicina con la acción y el significado.
No existe una metodología universal. La forma en la cual uno trata la enfermedad depende de cuál consideramos que es la naturaleza del hombre y el universo.
Las diferentes culturas expresan aspectos singulares de la condición humana, y, pese a que a menudo las habilidades pueden transmitirse, las definiciones no.
En el nivel de la habilidad, los doctores pueden reducir peligros específicos y aliviar situaciones amenazantes para la vida. Aún así, el paciente nunca es curado completamente, porque es transformado por la enfermedad, y debe proseguir con un nuevo rumbo.
Cómo ese cambio es integrado a la vida futura, si previene o multiplica nuevas enfermedades, es función de la forma en que una cultura particular o un estilo de tratamiento preparan al paciente. Y esto tiene mucho más que ver con la ética y la cosmología del grupo que con la naturaleza absoluta de la enfermedad o la cura. El médico alivia el sufrimiento inmediato tan bien como puede; luego, tanto él como la sociedad prescriben el rumbo apropiado para la vida del paciente.
No existe una sentencia final de correcto o equivocado, excepto la plebe que permite que la traten de este modo. En cierto sentido, el tratamiento médico expresa la forma en que una sociedad se distingue a sí misma de la naturaleza cruda, pagana (o, en muchos casos, cómo se identifica a sí misma con semejante naturaleza).
ENFERMEDAD, REMEDIO (O CURA) Y MEDICINA COMO PROFESIÓN
ENFERMEDAD
Podemos definirla de varias formas. Primera, y más obviamente, es una disrupción del bienestar biológico del organismo. Pero también puede ser cualquier cosa que un grupo considere como descarriada, incluyendo formas de comportamiento, la menstruación o el mismo envejecimiento. Cuando las sociedades no distinguen entre la disrupción biológica y el tabú social, sus sistemas de medicina tampoco.
Como resultado, a toda sociedad, incluso a la nuestra, le es difícil definir qué es la enfermedad y asignar responsabilidades legales o sobrenaturales, según el caso.
Las disciplinas médicas holísticas modernas intentan integrar y comprometerse con esa dificultad, tendiendo por ende, extraoficialmente, a concebirla como
cualquier cosa que limite la libertad y / o el potencial del organismo. Entonces algunos trastornos biológicos se consideran cambios creativos, mientras que muchos problemas de comportamiento son tratados como equivalentes y hasta idénticos a disfunciones orgánicas.
REMEDIO (O CURA)
El remedio se halla atrapado en los vericuetos del mismo dilema. Puede ser la sustancia, la actividad, o el evento que ayudan a restaurar el funcionamiento y la armonía biológicos (o que intenta hacerlo), pero puede igualmente ser la sustancia o proceso conducentes al comportamiento culturalmente deseado. En algunos casos, es el agente que ayuda a promover el cambio del cual la enfermedad es un aspecto.
Consideraremos dos magnitudes de cura: una que tiene un objetivo limitado y predeterminado en relación a un padecimiento particular y otra que ignora o minimiza el padecimiento en un intento de brindarle al organismo un estado general de bienestar y libertad. Los dos niveles son realmente incompatibles, ya que los respectivos practicantes alegan que el otro constituye un fomento de patología más que de salud.
MEDICINA COMO PROFESIÓN
La medicina es la investigación general de la enfermedad. Puede involucrar la explicación de la enfermedad, su curación o ambas. A lo largo de la historia muchos sistemas fueron considerados como medicinas, y el asunto básico acerca de qué es medicina trucha y no funcional (x Ej., charlatanismo) o qué es medicina sincera y educada continúa debatiéndose en la sociedad occidental contemporánea. Este debate bien puede ser una de las cosas que moldea nuestra era, ya que involucra muchos temas políticos, económicos y ecológicos.
Desde el origen del hombre como especie, existen dos distintas tradiciones de la práctica de la medicina: Una es el arte de curar: un arte, practicado a través de la afinidad y la intuición; con frecuencia involucra gran complejidad en sus propias técnicas y formas de entrenamiento y empata a la otra tradición en cuanto a requisitos de maestría y educación. Podemos denominar la otra tradición “medicina tecnológico-científica”, aludiendo tanto a las primeras técnicas primitivas de cirugía y farmacia como también a las sofisticadas formas que adquirieron en la cultura global actual.
Las dos tradiciones interactuaron a lo largo de la historia; ambas se proveyeron mutuamente elementos que la otra carecía. En algunas circunstancias, sus identidades se fusionan en un único sistema o individuo; en otros momentos adoptan una oposición activa. A veces, sus identidades son tan confusas que una realmente llega a simular ser la otra (un caso dramático de esta instancia podría ser la falsa homeopatía). Sin embargo, entre ellas existe un incesante intercambio de información sobre los sistemas y, consecuentemente, ambas se desarrollan en mutua relación.
Si llegaran a diferenciarse de manera total, la confusión sería menor; pero cada una insiste en proclamarse como la medicina universal. El arte de curar suele ver a la tecnología como una impostora vulgar y el oficialismo de la tecnología considerar al arte de curar como un arcaico y desinformado agitador. Incluso algunos de los más severos críticos de la medicina tecnológica sostienen que sólo se necesita una mejor tecnología y que adoptar los diversos métodos de curación ofrecidos como alternativa sería como retroceder al arco y la flecha y a las herramientas de piedra.
El hecho es que a cada instante, la salud y la enfermedad están en mutuo equilibrio y son inseparables. El doctor que trabaja para cambiar la enfermedad simultáneamente trabaja para cambiar la salud. O sea, él transforma el cuerpo y todas las cosas que están dentro de este, aunque no logre ningún efecto para con su objetivo específico. Muchos de estos cambios pueden ser aleatorios y triviales; o también pueden no ser triviales –pueden ser más importantes que la “cura” pretendida.
Al mismo tiempo en que el doctor trabaja sobre éstos, ambas salud y enfermedad están siendo sometidas a la influencia de eventos dentro y fuera del cuerpo,
eventos que hacen todo lo que hacen las medicinas, pese a que no con la misma
intensidad y tan singular focalización.
Estos elementos no son drogas específicas prescriptas por un médico en el contexto de un objetivo, pero no hay efecto alguno de las medicinas prescriptas que no sea ejercido por estas “medicinas” naturales.
Esto no constituye una amenaza para el status de la farmacia, ya que es raro que el flujo de eventos cotidianos produzca una cura concreta y duradera; sin embargo, sí sugiere el atareado contexto en el que las drogas deben actuar.
Las otras cosas no se detienen como para escuchar a la medicina. Las medicinas deben hablarle al cuerpo del mismo modo en que lo hace todo.
No existe una medicina que pueda obviar el resto de las condiciones, ni un tratamiento médico que rompa la continuidad de organismo y ambiente sin crear una enfermedad peor o destruir la vida misma. La curación siempre ha operado en un espectro de sorprendente estática, pero con poderosos aliados fundamentales.
La equiparación de la enfermedad y la medicina es un intento de imprimirle un rumbo utilitario a una circunstancia ambiental universal. Algunas cosas nos modifican a través del proceso con que las asimilamos a nuestra química; algunas cosas nos cambian a través de los sentidos, como por ejemplo la forma en que las sentimos y nos sentimos a nosotros mismos en su contexto. Convencionalmente, estas últimas son mentales, las primeras físicas; pero el organismo es una totalidad integrada y realmente no hace distinción entre ellas. Nuestras mentes pueden hacerlo, intelectualmente, pero nuestros cuerpos no leen el mundo de esta forma.
La modalidad Mente / Cuerpo es en sí misma una forma engañosa de ver la realidad, pero la racionalidad moderna es tal que difícilmente podemos eludir la dicotomía. Desde hace siglos hasta la fecha, la ciencia oficial se dedicó a entrenar sus mejores mentes para percibir objetivamente los fenómenos e inferir sus características sin la intervención del ser interno del hombre. Por ende llegamos a concebirnos como materia muerta que tiene vida en su interior o como carne carbónica activada y mantenida por un código genético.
Soslayamos toda una categoría de información que nos inunda desde la entidad que es ambos mente y cuerpo. Sin embargo, es justo esa información la que conforma el trasfondo de nuestras vidas, nuestras existencias. La damos por sentada porque es omnipresente, y preferimos focalizar en la fachada de pensamientos y acciones. Creemos que nuestros pensamientos nos brindan intenciones que son cumplidas por nuestros cuerpos.
Las definiciones modernas del placer surgen de esta forma, no siendo entonces ninguna sorpresa el que las definiciones modernas de la salud tengan el mismo origen. En cierta forma, vivimos una vida que es una abstracción de la vida real que nos vive. Carecemos de un lenguaje para el profundo reservorio mente cuerpo que somos, y entonces le pedimos lenguaje prestado ya sea a la mente o al cuerpo para poder explicar cambios sistémicos.
La actual moda de medicina psicosomática tiende a focalizar en episodios específicos de retroalimentación mental / física más que en la previa simultaneidad de todas las cosas mentales y físicas. Es un modelo, no la situación real.
De hecho, en las grandes urbes, la mayoría de cultores del fitness intenta recuperarse de sus ataques de obsesión y esclavización mentales persiguiendo justamente el cuerpo equivocado, idealizado a partir de esta falsa dicotomía mente / cuerpo:
Elegimos un esclavo físico, que haga nuestro trabajo, que obtenga nuestro placer, y se mantenga sano para nosotros, cosa que termina confirmando el gigante mental. El maltrato y la exigencia con que fustigamos el cuerpo conducen inevitable y finalmente a la misma frustración inicial.
Nuestros cuerpos en sí no distinguen entre mental y físico: poseen un auto conocimiento, incluso hasta una sabiduría, que anteceden y combinan a ambos.
Si nuestros cuerpos no distinguen, ciertamente tampoco lo hacen las enfermedades. Y la medicina misma sólo puede hacer tímidas suposiciones psicosomáticas. Cualquier sustancia asimilada transforma a un organismo tanto física como mentalmente. La intención no afecta a esto.
El doctor que está tratando nuestra enfermedad es meramente otro punto de contacto con el medioambiente. Haga lo que haga, no puede convencer al cuerpo –a la ineducada inteligencia del cuerpo- de que su intención es buena o mala.
Y ciertamente el psiquiatra no puede convencer al cuerpo a través de convencer a la mente. Entonces tampoco puede convencer a la mente. La meditación puede modificar estados mentales, pero lo hace mediante el uso del sustrato neurofisiológico del pensamiento; entrena a la conciencia, pero no pretende
convencer a la conciencia.
Los discípulos de la nueva medicina ven la enfermedad como el movimiento del organismo hacia la integración a través de la autoexploración. Al nacer ya contenemos las semillas de la enfermedad. Las criamos en nuestro mente / cuerpo. Nos alimentan, limitan, expanden, hacen que el cambio sea inevitable.
Aun al eliminar los síntomas de enfermedades específicas, no podemos eliminar la enfermedad en esencia, porque es una parte integral de quienes somos y un núcleo de nuestras personalidades.
Sigmund Freud estableció esto como una virtual “primera ley de la vida”, pero pareció referirse sólo a la enfermedad psicológica. Actualmente reconocemos que en su sicología él escribió las leyes del cuerpo también y que el cuerpo es el reservorio perdido de la así denominada mente inconsciente.
Es por esto que su dinámica del proceso inconsciente es tan importante para la salud holística y la filosofía fenomenológica: ambas se basan en un rescate de la unidad mente / cuerpo y, con ello, la experiencia del organismo más que sus pensamientos o sus acciones.
La perfecta salud es una quimera. No tenemos la menor idea de cómo nos sentiríamos sin la enfermedad. Lo que sentimos, como mente / cuerpo, es una enorme mancha hecha de salud, enfermedad, materia externa, conciencia interna, dentro de la cual proyectamos nuestros egos, nuestras esperanzas y miedos y planes, nuestro sentido de ser; es de esto de lo que derivamos nuestra “experiencia”.
Comúnmente se malinterpreta la salud como el no sentir nada en absoluto. O sea que si no sentimos nuestro cuerpo esta todo bien; si empezamos a sentir algo, deberá ser enfermedad. La tragedia de este estancamiento inexplorado es que tendemos a bloquear nuestros sentimientos y nuestra sabiduría corporal interior como asimismo las semillas de la enfermedad. Entonces equivocamos la lectura de las señales de advertencia debido a que las experimentamos, aún durante años, sólo como irritación o entumecimiento.
Y cuando experimentamos como movimiento físico el sentimiento emocional profundo, lo bloqueamos también, haciendo estrechas y sentimentales nuestras vidas emocionales y relaciones. Elegimos sentir tan poco como podamos de modo que podamos tener nuestra “salud” tal como la entendemos. No resulta sorprendente que el “siglo veinte” haya sido reverenciado por las ciencias psicológicas y que fuera visitado desde entonces por semejante gran variedad de autoproclamadas terapias psicosomáticas y religiosas.
En nuestra obsesión con la causalidad psicológica, ya dejamos de ser más capaces de distinguir entre mental y físico que nuestros antepasados “a psicológicos”. Esto se debe en parte a que nos tomamos la escisión muy en serio y tratamos de aplicarla con una fe ingenua o total. La explicación psicosomática no es insensata sino simplemente limitada en su aplicación.
Repentina o gradualmente estamos enfermos. Podemos no reconocer un cambio al principio, pero en última instancia la enfermedad trastoca nuestros planes y adquiere primacía. Así parecemos experimentarlo. Sin embargo, mucho antes de que una franca sintomatología penetre la conciencia, la enfermedad también está presente, como hacedora de esos mismos planes, operando como parte inextricable de la personalidad global.
En el nivel mental, pueden haber conflictos que anuncian la enfermedad antes de que haya algo que la medicina convencional pueda tratar. El cuerpo burbujea con contradicciones y la mente devanea incesantemente entre el acuerdo y el desacuerdo. La sociedad y el ambiente impusieron una carga intolerable sobre los procesos internos del ser, y los conflictos capturan la atención del organismo por toda la cosmología mente / cuerpo cualquiera sea la definición que les ha dado:
“Soy fuerte, soy débil. Me gusta mi trabajo, odio todos los días laborales. Lo amo, no puedo soportar estar con él. Quiero ser libre, no quiero ser libre. Soy creativo, estoy trabado. Quiero estar con alguien, quiero estar solo. ¿Por qué no siento más? Es todo muy doloroso. Debo estar enfermándome terriblemente, finalmente me baja la ficha sobre todo lo que pasa. Me aterroriza la muerte, quiero morir. ¿Cuándo me abandonó ese hermoso sentimiento de claridad? ¿Cuándo empezó esta enfermedad? ¿Estuvo siempre conmigo?”
Esta oscilación entre opuestos refleja y mantiene una éstasis somática más profunda. Ya que estos sólo son opuestos aparentes, y su colisión subyacente genera el ambiente total en el que mucha gente vive. Algunos podrán enfermar físicamente con enfermedades conocidas y nominadas, otros viven y mueren en la oscuridad de tales pensamientos opuestos. Para una medicina preocupada por la libertad y el potencial humanos, estos resultados son idénticos. No hay diferencia entre una muerte visiblemente patológica y una vida desconectada y vacía.
Desde el momento en que empezamos a tratar la salud y la enfermedad como entidades concretas sujetas a remediación técnica, perdimos el significado de un sistema integrado. La enfermedad puede verse reflejada en la patología y el daño tisular, pero también es el lugar donde se juntan todo el resto de las crisis y necesidades del organismo. Es la más íntima inscripción de la turbulencia y los cambios de la vida sobre los cuerpos individuales y el cuerpo colectivo de la biosfera.
Ninguna otra cosa, excepto quizás el sueño o la visión, fuerza al organismo a reconciliarse instantáneamente con los devastadores poderes paganos por los cuales está conformado. Las principales religiones de Oriente y Occidente enseñan esta misma doctrina como la revelación a través del sufrimiento.
Cuando un individuo se enferma, es arrastrado hacia la realidad de su existencia biológica y social. La enfermedad es requerida ya sea por el destino genético de la persona, por su relación biológica y epidemiológica con otros organismos, o por su ajuste psicológico y social a su medioambiente cultural. En este sentido, la enfermedad no puede ser accidental o aleatoria, aun cuando lo parezca.
Estamos rodeados por un escándalo que se parece a la enfermedad: desechos industriales; bombas nucleares; economía de crecimiento; dictaduras de derecha e izquierda; usos políticos de la tortura; pornografía; sadomasoquismo; oleadas de crimen, desde las calles hasta las corporaciones y los gobiernos. Todas estas crisis recurren nuevamente en nuestros cuerpos individuales y en su respuesta y ajuste a éstas.
Respondemos a su existencia del único modo que podemos –a través de nuestra existencia. Nosotros y éstas (más profundamente) somos productos del mismo orden mundial. Aunque nos evadamos conscientemente de nuestra responsabilidad ante ellas, seguimos todavía implicados inconsciente o somáticamente en su complejidad total. Las enfermedades surgen verdaderamente a partir de ellas, pero ellas y esas enfermedades comparten un origen en el ritmo de nuestra civilización.
La medicina científica no puede alterar esta condición básica; sólo puede agregar a las complejidades que ya forman parte de la situación su propia complejidad de drogas e interpretaciones. Para la persona nacida en una nación occidental industrializada, esta complejidad comienza a organizarse desde el nacimiento, y por el modo de nacimiento, y es enteramente integrada hacia la edad de la conciencia.
Todos los que hemos sido criados en este sistema ya tenemos el sistema como medioambiente en el momento en que empezamos a elegir nuestros médicos y a reportar nuestros síntomas. Incluso cuando adoptamos medicinas nuevas e inusuales, tenemos nuestra condición como contexto.
Esta es una sutileza evasiva, ya que le damos nombres a nuestros problemas, tal como lo hacemos con las medicinas y enfermedades, pero estos existen en la realidad a pesar de sus nombres. En una década China es el enemigo diabólico de Estados Unidos. En la década siguiente, puede expresar, para muchos, una imagen utópica del futuro del mundo. Pero China permanece como una entidad real pese a estas imágenes; esa entidad real también está involucrada con estas imágenes a diversos niveles de la conciencia y la inconsciencia colectivas.
La enfermedad posee también una existencia propia. Tenemos varias imágenes concretas de ella, y estas existen como nombres. Las imágenes son reales y la enfermedad es real, pero de diferentes maneras, y ellas continúan interactuando y produciendo ulteriores variedades de categorías patológicas aproximadas.
La medicina ortodoxa congela un conjunto de estas imágenes y procede a trabajar sobre él, pese a que otras imágenes, otras “enfermedades”, continúan existiendo. Es consciente de estas discrepancias, pero la mayoría de médicos individuales no tiene tiempo libre en el cual examinarlas. Están satisfechos con ser técnicos y curar lo que pueden.
Aun si dejamos la metafísica profunda de la enfermedad fuera de esta discusión por el momento, nos enfrentamos al fenómeno de que probablemente más de la mitad de los problemas que la gente le lleva a los médicos son problemas humanos y sociales que se expresan en algias, malestares, y daños tisulares más serios. La mayoría de médicos no se sienten cómodos con estos problemas humanos ni son sumamente capaces de trabajar con ellos. Algunos doctores ni siquiera sienten que deberían hacerlo. En cualquier caso, el médico promedio termina desesperadamente vencido.
Las instituciones o individualmente los médicos pueden responder políticamente ante la ausencia de una imagen concreta de una enfermedad y decidir que es un comportamiento social que debe ser curado. Sólo existen técnicas brutales para ello.
El origen de la enfermedad es incierto; es groseramente societario, constitucional y cósmico. Las cosas reales son curadas finalmente mediante un proceso, no por una medicina particular. Los medicamentos, después de todo, son sólo una aparente verificación de la fantasía de resolver de una sola vez todo lo que está mal. Pero, de todos modos, esto es imposible.
La curación de procesos, por otro lado, evita ideas y explicaciones. Trabaja paralelamente a la condición en lo tocante a cambiar la sintomatología. No se compromete con un diagnóstico literal pese a que puede dar uno en lenguaje metafórico.
Hemos olvidado lo que es la cura. Olvidamos no porque hayamos olvidado la palabra “cura”, sino porque la palabra perdió todo significado concreto pertinente. Por muchos siglos y hasta ahora, la medicina oficial existió primariamente como escuelas teóricas de anatomía, farmacología y cirugía.
El médico moderno heredó una colección de herramientas salvavidas. Máquinas de rayos X, microscopios y computadoras agregan al diagnóstico y el tratamiento una profundidad y una extensión aterradoras respecto del equipamiento con el que la mayoría de medicinas trabajó a lo largo de la historia. Si la acupuntura, la homeopatía, o, en cuanto a eso, la pintura en arena Navajo tuviesen acceso a estos dispositivos, ellas serían capaces de utilizarlos (ciertamente la homeopatía ha incorporado técnicas modernas de laboratorio, y la medicina tradicional se ha fusionado con la medicina Occidental en China). No hay elemento alguno, per se, del repertorio de herramientas y habilidades médicas modernas que esté en contra de “otras” medicinas. Las innovaciones pueden ser ultra especializadas o innecesarias en circunstancias individuales, pero no requieren una alternativa.
Cuando hablamos de medicina moderna a la cual una alternativa es propuesta, nos referimos a un conjunto de creencias respecto de lo que un organismo es y de lo que es una enfermedad; también nos referimos a un sistema médico que es un reflejo de las metas sociales, económicas y políticas (y por los mismos motivos muchas de estas están bajo ataque).
El asunto no es tan simple como la obvia rentabilidad de los medicamentos y la cirugía. Estas son corrupciones potenciales. Pero aún en sus aplicaciones más humanitarias el establishment médico se halla limitado y condicionado por las creencias y tabúes culturales dentro de los cuales opera. El médico debe permanecer en el seno del sistema, y, usualmente, esto termina siendo más importante que el hecho de que cure la enfermedad.
El abandono de la objetividad es tan completo y a la vez tan sutil que pocos doctores comprenden el grado al cual este es su dilema. Actualmente existen, por supuesto, razones para ser críticos con los médicos que están muy de moda : muchos anteponen el rédito financiero a las necesidades de sus pacientes; desdeñan a los pobres; tratan de esconder errores, aún a costa del bienestar del paciente; y, a menudo, son los punteros de las compañías farmacéuticas, de las cuales aceptan favores. No todos los médicos son culpables de estos deslices, pero la mayoría condona un sistema en el cual estas cosas deben ocurrir.
Algunos médicos y trabajadores sociales liberales se involucraron en clínicas de salud rural con escalas de honorarios móviles y agresivos “programas de alcance externo” o inician prototipos parecidos en países en desarrollo. El mismo tipo de tratamiento, basado en la misma filosofía de la enfermedad y la curación, es puesto a disposición con un fundamento misionero. Para la mayoría de críticos liberales, esto constituye un exitoso ataque a las raíces de la medicina institucionalizada. Pero entonces estos críticos resultan políticos en un sentido limitado, y no ven la relación entre la metodología misma y la política integral de la medicina.
Desde un punto de vista holístico, este “liberalismo” es simplemente una cabeza de playa del establishment conservador –agrandando su constitución mientras cubre sus deudas sociales a un bajo costo. La medicina global presenta los mismos y fundamentales problemas ecológicos de la agricultura global y
la economía global petroquímica. Es disruptiva al punto de poner en cortocircuito un complicado e interconectado sistema de sufrimiento y significado. La penicilina y la fórmula láctea artificial podrán salvar algunas vidas, pero también pueden ocasionar una irreparable alineación en la sociedad.
Asumimos que conocemos la enfermedad a través de la sensación de los órganos internos del cuerpo. Pero esto no es cierto. El tejido de nuestro sensorio y nuestro cerebro no está dispuesto para transmitir sensaciones localizadas reales
provenientes de nuestros órganos profundos. Estas deben ser traídas a la superficie, como conceptos, como un lenguaje para con el propio ser, y, finalmente, como un lenguaje para con la sociedad y los médicos (quienes, para los niños, son sus padres en primer lugar). Con excepción de los obvios daños y lastimaduras, el dolor es indiferenciado, y la percepción del propio ser es borrosa y global y crece a lo largo de un extenso lapso de tiempo.
Cómo uno siente la dificultad orgánica y la clasifica es una modalidad culturalmente aprendida. Las taxonomías de enfermedades y las medicinas que las curan ostensiblemente crecen conspirando entre sí en un amplio y más complejo campo de significados y referencias de lo que alguna vez se admite. La creación de supuestas enfermedades “reales” es una locura compartida en la cual el paciente, el médico, la facultad de medicina y la cultura se han unido a través de las eras.
Es extremadamente difícil equiparar cambios de órganos profundos con geometrías internas visibles, y ambos con la percepción del cambio interno, y también las categorías del lenguaje de la gente enferma y los médicos. Estas son elecciones subjetivas de principio a fin: para el médico, qué órganos y geometrías enfatizar; para el paciente, qué incomodidad interior dignificar y teatralizar y de qué modo; para el sistema, qué acción relacionar con cuál geometría.
Edward Schieffelin, trabajando recientemente en los pueblos originarios de Nueva Guinea, halló que una nueva categoría de enfermedad, “Enfermedad de Espíritu Diabólico”, había llegado con los misioneros. La gente local comenzó a explicar todo tipo de padecimientos crónicos diferentes en virtud de esta condición tan repentinamente popular. Los factores sociales, psicológicos y fisiológicos fueron entonces combinados en un nuevo conjunto de significados que podían ser presentados a los misioneros para su resolución. Como enfermedad, éste demandaba un tipo de atención que una rebelión no tendría, y condujo a los nativos y recién llegados juntos hacia un diagnóstico único. Aunque claramente, la mayoría de manifestaciones de esta enfermedad existía antes y era explicada de otras maneras.
Por momentos, la medicina se comporta más como filosofía popular que como ciencia física. El impredecible e ilimitado léxico creativo de la patología siempre desafía las categorías fijas de la ciencia. Las palabras mismas resbalan: “sangre”, “virus”, “cáncer”, “esquizofrenia”, “amígdala”, “cerebro” tienen diferentes significados y connotaciones hoy en día que los de una década atrás y no parecen indicar que aquí pararán. Existe en la enfermedad y en el lenguaje de la anatomía una cualidad salvaje e inefable que impide un sistema universal.
Donde las plagas antiguas se desvanecieron en históricos libros mayores, nuevas dolencias florecen. A medida que el tratamiento médico se torna más complejo y profundo, las enfermedades se robustecen y adquieren dimensiones insospechadas. El psicoanálisis parece haber surgido justo a tiempo para habérselas con una virtual plaga de enfermedad mental.
El filósofo e historiador francés Michel Foucault escribe: “La exacta superposición del ‘cuerpo’ de la enfermedad y el cuerpo del hombre enfermo no es más que un dato histórico, temporáneo… Para nosotros, el cuerpo humano define, por derecho natural, el espacio de origen y de distribución de la enfermedad: un espacio cuyas líneas, volúmenes, superficies y senderos son diagramados, en concordancia con una geometría ahora familiar, por el atlas anatómico. Pero este orden del cuerpo sólido, visible, es sólo una forma –de ninguna manera la primera ni la más fundamental- en la que uno espacializa la enfermedad. Hubo, y habrá, otras distribuciones de la enfermedad”.
La necesidad abstracta y colectiva de la medicina de identificarse a sí misma como una ciencia técnica la condena al pequeño pedazo de ciencia que ha dominado hasta ahora. Mientras que la física tiene una esencia Newtoniana que la conduce a través de la mayor parte de las operaciones difíciles de la sociedad urbanizada (los edificios finalmente se mantienen erguidos y los aviones despegan), la medicina sufre, en toda su estructura, esta vaguedad de relación entre enfermedad real, órgano específico, calidad de estar enfermo, y cura apropiada.
Su propia solución parece haber sido una división de sí misma en un área central, donde la mayoría de operaciones son simples y la enfermedad aparentemente no es complicada, y varios, casi ilimitados, distritos desplegados, o especializaciones, donde los facultativos individuales son responsables de sólo un aspecto de una situación peligrosa. El especialista realiza reparaciones en su propio territorio, pero a menudo lo hace sin una consideración particular de la estructura completa, o su significado o salud.
Esto puede funcionar en ingeniería, porque un puente a través de un río, por más compleja que sea su tecnología, finalmente debe vincular dos puntos sobre una superficie simple; no tiene ninguna otra pertinencia obligada. Para la medicina, lo equivalente no es cierto. Si vincula dos puntos con su propia interpretación de lo que está haciendo, vincula muchos puntos en otros niveles de la vida.
Además, el desarrollo general de la medicina puede transformar una especialidad en una década, de modo tal que cuando el paciente vuelve, ahora se le ofrece una solución totalmente diferente aunque igualmente científica. No es que la primera operación o medicina fuese errónea; tanto la primera como la segunda están bien, pero el segundo tratamiento “correcto” es el de uso vigente en la actualidad.
La mayoría de médicos consideran esto como una crisis temporaria mientras la casa está ordenándose. Sin embargo, la naturaleza de la casa puede ser tal que nunca pueda ser puesta en orden –convirtiéndose en tal caso la corrección y la revisión en el continuo estado actual de la medicina.
Mientras tanto, muchas dolencias continúan siendo incurables. Estas incluyen tanto a graves enfermedades que ponen en riesgo la vida como también a una amplia variedad de enfermedades crónicas que cabalgan la valla entre mentales y físicas. La medicina científica trabaja para “conquistar” a ambas “incurables”, quizás más heroicamente a las primeras, pero a ambas en el sentido de que constituyen violaciones de su entereza. La psiquiatría y la medicina interna se dedican a adscribir las enfermedades crónicas a categorías para que las curas puedan desarrollarse.
Una segunda dificultad es que una cantidad de condiciones sorprendentemente alta “se curan” o son curadas por motivos inexplicables. A veces un paciente recurrirá a una medicina no autorizada, como el laetrile, la oración, o un remedio escogido homeopáticamente. Generalmente, la medicina ortodoxa sostiene que estas cosas no podrían haber causado el mejoramiento, por lo que la cura debe haber sido una respuesta psicológica al método de tratamiento o un cambio en la vida de la persona que hizo que desee mejorar.
Las dolencias incurables y las curaciones misteriosas no son grietas de peso en la armadura de la medicina tecnológica. Los mismos médicos serán los primeros en admitir que la medicina está trabajando en pos de una universalidad y una integridad que aún no ha logrado.
Muchas cosas son mal comprendidas y muchas condiciones encuentran impotente al médico, pero estas no deshacen los efectos beneficiosos de la medicina. La curación espontánea tiene una cantidad de explicaciones posibles, una de las cuales es la inusual capacidad de auto reparación de las moléculas de ADN, pese a que aún podríamos cuestionar qué la activa.
Más importante que estos defectos de la medicina ortodoxa es su insinuación de otro: el hecho de que las curaciones autorizadas también pueden funcionar de formas inexplicables.
El real fracaso de la cura en la medicina estándar es el que hasta aquí prefiguramos: que a pesar de que puede intervenir exitosamente en las crisis y proveer una metodología “urbana” general, sus curaciones siempre son parciales y discontinuas. Es básicamente capaz de producir cambios visibles donde existe patología visible. No coloca esos cambios en un marco de significado activo más amplio.
Si cualquier tipo de médico convencional es incapaz de ayudar a su paciente, ninguno de los dos resulta necesariamente agraviado por la situación. El paciente acepta que su mala suerte puede haberle traído una dolencia incurable, sea esta leve o grave. El doctor acepta que no pueden lograrse todas las cosas con las herramientas y el conocimiento actuales. Ambos son empresarios Occidentales y personajes de la Ilustración, esperando que el progreso del futuro resuelva la actual caída en la ingenuidad.
La criónica es probablemente el ejemplo más extremista de la creencia en el progreso tecnológico. Los cuerpos se congelan, para ser deshelados en años futuros cuando puedan haberse hallado las soluciones para sus dolencias. En muchas formas, esta es la reductio ad absurdum de tratar la enfermedad como un problema mecánico aislado. Aun si se mantiene funcionando el congelador y el derretimiento despierta al paciente, un gran esfuerzo de imaginación de por sí, el paciente habrá entregado el significado y el contexto social de su vida en la búsqueda desesperada de salud y supervivencia.
Este podría parecer un punto de vista caprichoso a la luz de los avances científicos y tecnológicos de este siglo. Se supone que la medicina y la ciencia no deben ser parcializadas o limitadas. Son sistemas objetivos universales, no sólo abiertos a la crítica sino requiriendo la crítica y la experimentación para su misma existencia.
Sin la creencia en el progreso científico pasado y la esperanza de avances equivalentes en el futuro, la segunda mitad del siglo XX se convierte en un lugar sumamente solitario e incómodo para merodeando. ¿Qué otra cosa tenemos para mostrar como la civilización producida por la Iluminación? ¿Qué otras justificaciones debemos tener para la destrucción de culturas y ecosistemas nativos en favor de la conciencia global?
Pero el jurado todavía está deliberando y probablemente no vuelva a la sala durante nuestra vida entera. Ya que, de hecho, podría no haber resolución, alguna vez, deberíamos considerar este asunto de ambas formas. La Revolución Industrial mejoró las condiciones de vida humanas; a lo largo de los años, fueron inventados máquinas y sistemas humanitarios maravillosos, “herramientas para el cambio”, como prefieren llamarlas los proponentes más recientes de la Ilustración.
Estas incluyen lavarropas, arados mecanizados y cosechadoras automáticas, vehículos potentes, videograbadoras, satélites espaciales, teléfonos, motosierras y otras similares. Pero hay otra cosa que no cambió para nada. Tenemos estas máquinas y mucho más, pero no sabemos realmente como utilizarlas. O sea, no sabemos cuando estamos mejorando las condiciones y cuando las estamos empeorando. Más horripilante es, por supuesto, la posibilidad de que toda esta tecnología en última instancia empeore la situación.
Queda claro que, a pesar de esto, la maquinaria industrial ha hecho contribuciones de corto plazo y ha aumentado drásticamente nuestro conocimiento. Vivimos en una placenta artificial. Incluso nuestros artistas y sacerdotes han incorporado a sus visiones material de la astronomía, la arqueología, la microbiología y demás ciencias. Somos los niños del industrialismo y, como señalara Gregory Bateson, la renunciación, a esta altura del juego, no sólo es difícil sino imposible. Aún nuestros sueños anti materialistas son el producto de nuestra crianza y educación post industriales.
La medicina tecnológica misma ha sido enormemente exitosa; existen áreas clave en las que no es igualada por ningún otro sistema aparecido en el planeta. Puede alterar procesos fisiológicos rápidamente, revirtiendo el deterioro amenazante para la vida producido por el daño severo y el shock. También prolonga la vida mediante la neutralización de toxinas patológicas, la remoción de tejido enfermo y el envenenamiento de microbios y parásitos destructores del cuerpo.
Es capaz de manejar enormes poblaciones concentradas, estableciendo los parámetros de la higiene colectiva y la salud pública, desde la enfermedad familiar y genética hasta los venenos ambientales e industriales. Por ejemplo, le es posible determinar, sobre la base de estadísticas, la probabilidad de que ciertas enfermedades surjan a partir de exposiciones a determinadas sustancias químicas o el cruzamiento entre organismos que llevan mensajes genéticos particulares. Categorías de enfermedades enteras han sido eliminadas mediante la prevención y la destrucción de los agentes patológicos.
La medicina estándar también cumple una función sanitaria a gran escala a través del entrenamiento de personal en grandes grupos en un sistema objetivo y contrastable de conocimiento y destrezas. El personal médico adecuado puede ser generado a partir de cursos, conferencias, libros y demostraciones. Este gran cuerpo profesional es necesario para tratar a la vasta y creciente población. Los médicos deben ser reclutados junto con abogados, ingenieros, policías, etc., porque la crisis de la enfermedad es una disruptora fundamental de la sociedad. La civilización moderna debe proveer al menos la posibilidad de reparación.
A lo largo de los siglos, entonces, la cultura Occidental ha desarrollado este sistema que maneja la injuria, el shock, el envenenamiento y la patología contagiosa de manera humana y confiable, el cual es fácilmente transmisible y puede cosechar los beneficios de una ciencia y una tecnología centrales en plena evolución. Ninguna otra cosa sería razonable. Y, ciertamente, nada más sería políticamente posible.
Si aceptamos el legado y permanecemos optimistas respecto de la ciencia y, al mismo tiempo desvalorizamos oficialmente la actual decadencia científico-tecnológica, finalmente debemos reconocer una profunda brecha en la tradición científica. Lo que tenemos es sólo una parte de la ciencia. Podemos salvar nuestra visión de un futuro de conocimiento universal objetivo mediante la declaración de que un impostor gobierna en nombre de la ciencia y la ilustración. El puro experimento auto crítico, desinteresado podrá ser todavía el objetivo, pero la ciencia ortodoxa actual puede ser vista como una distorsión parcial.
La mayoría de científicos alegaría que esto es imposible. ¿Cómo, preguntarían, podrían haberse filtrado en el experimento errores tan básicos bajo el elaborado y neutral escrutinio de la comunidad científica mundial? La respuesta podría ser: No podrían. Y entonces el clamor por “otra” ciencia se escucharía claro como un último jadeo de decepción y romanticismo. Y, asimismo, eso se erigiría como el epitafio para este texto.
La otra alternativa es considerar aquí una serie de críticas relacionadas.
La ciencia no es verdaderamente ciencia a menos que opere desde una perspectiva ecológica tomando en cuenta las consecuencias últimas de sus proposiciones y descubrimientos. Esto no sólo significa las obvias consecuencias tecnológicas de las aplicaciones científicas (tales como armas, contaminantes, economías basadas en recursos no renovables, etc.); significa las implicaciones humanas de toda ley y teoría puras (la no-especificidad de las partículas subatómicas, el universo en expansión, los números aleatorios, la evolución mediante mutación, la propulsión por reacción, la transmisión de señales eléctricas, etc.) ¿Cómo transforma internamente a la humanidad trabajar sobre estos conceptos y adaptarlos a través de la industria? ¿Cuál es el aún indescifrado significado humano de la tecnología en cuyas calles y sobre cuyos estribos y vehículos pasamos gran parte de nuestras vidas?
Incluso si uno niega la posibilidad de un significado universal, debemos abordar el tema del relativismo cultural. Toda ley y toda aplicación provienen de un individuo singular con un único marco cognitivo en una sociedad específica en el tiempo y en el espacio. A menos que las leyes y sus aplicaciones sean “corregidas” por este provincialismo, siempre serán etnocéntricas y, de algún modo, para el propio provecho.
Los errores culturales son sólo el comienzo. La perspectiva humana no es más que una interpretación del universo. La ciencia pura objetiva no es una posibilidad humana. Nuestras extraordinarias y complejas matemáticas son peldaños a través de una fracción de infinitud. Existen errores declarados también en la ciencia, y sin duda alguna estos deletrean los límites de la experimentación.
A menudo percibida como dilemas y rompecabezas (tales como la teoría cuántica o la transmutación biológica), su irresolución misma puede ser otra cara de la distorsión ocasionada por la mala aplicación de la tecnología a la sociedad. El ADN, los experimentos de telequinesia, los cuásares, y los ríos y mares contaminados, todos provienen del mismo sistema mayor.
La medicina Ortodoxa Occidental se interesa por las causas orgánicas de la enfermedad. Sus variados tratamientos medicinales, quirúrgicos y psicológicos son respuestas mecánicas a trayectos patológicos demostrados. A pesar de que un tratamiento exitoso puede continuarse a menudo sin una clara razón para su eficacia, la tendencia extralimitada de la ortodoxia es a rechazar la curación inexplicable y a buscar categorías de causa que generarán tipos y subconjuntos de tratamiento. Las curas aisladas del practicante individual no poseen valor alguno sin una explicación generalizada para su viabilidad química. Sin esto, un médico no puede ser responsable legal y éticamente de su propia práctica.
Visto desde una perspectiva, aun la medicina ortodoxa es un collage de una miríada de técnicas inconsistentes y curaciones mágicas. Pero este collage se halla bajo constante revisión y criticismo por parte de la ciencia oficial. El conocimiento del cuerpo proviene de siglos de investigación anatómica. Un mapa del mundo invisible de los genes, virus, y células vivientes proviene de una intensa investigación microscópica.
El comportamiento de entidades en este escenario no revelado es percibido diariamente por miles de observadores bien pertrechados. La química sanguínea, la composición hormonal, y la especificidad de acción de drogas también están sujetas a experimentación continua y rigurosa.
Ningún tratamiento existe por fuera de esta trama. El médico ve a su paciente como un ejemplo viviente de esta colección de leyes y experimentos inconclusos. Él conoce la química de la persona, la función de sus órganos, la probabilidad estadística de ciertos tipos de patologías, los signos visibles y de laboratorio de tal patología, y los métodos más eficaces para enfrentar una enfermedad, ya sea mediante cambios químicos o intervención quirúrgica.
La rama psiquiátrica de la ciencia médica es igual. El comportamiento aberrante, la neurosis y la psicosis son interpretados biomecánicamente a partir de las obvias conexiones entre el cerebro, el sistema nervioso y los fluidos y órganos corporales. La enfermedad psicológica es una versión más refinada de la enfermedad física. Uno no debería pensar que la sicología es poco menos mecánica; sus causas “sociales” y mentales de los trastornos son funcionalmente idénticas a las de los eventos epidemiológicos y neurológicos en medicina somática.
Los psiquiatras deben comportarse como si la discusión y el insight fuesen factores importantes, y esta es una diferencia metodológica potencial; pero cuando las fichas se caen, científicamente, ellos adoptan un modelo reduccionista convencional de funcionamiento biológico. De hecho, las fichas recientemente se cayeron, y la profesión psiquiátrica tuvo que dar explicaciones respecto de su bajo registro de terapia introspectiva. Su respuesta colectiva fue adoptar soluciones para la enfermedad todavía más mecánicas, como por ejemplo, desplazarse desde una interpretación psicodinámica de un modelo químico de la conciencia hacia un modelo puramente quimiodinámico.
Muchos psiquiatras alegan que la depresión, la ansiedad y la esquizofrenia, debido a que son trastornos químicos, no pueden ser curadas mediante introspección. Los individuos podrán aprender a convivir con sus dolencias, pero las dolencias en sí no mejoran (aún esto puede ser visto como un curioso discernimiento). La nueva generación de experimentadores psiquiátricos espera localizar con precisión el locus químico de las enfermedades mentales en el contexto de una germinativa farmacopea psicotrópica, la cual proveerá entonces el antídoto.
Esta situación es suficientemente grave como para que la experimentación “exitosa” continuada conduzca al aislamiento o incluso al reemplazo de este grupo completo de practicantes introspectivos. Sin duda la fuerza de los traficantes de drogas dentro de la psiquiatría surgió a partir del fracaso del método psicoanalítico tradicional en proveer la “cura” prometida.
La metodología en sí misma puede tener baches, pero, ciertamente, uno de los problemas candentes de la terapia introspectiva es la gran cantidad de individuos ya demasiado desconectados de las más profundas estructuras societarias de significado compartido como para ser ayudados por un sistema basado en la aplicación interactiva verbal de estas mismas estructuras.
Podemos decir, resumidamente, que lo malo de la medicina ortodoxa no es el sistema en sí, sino la forma en que se presenta a sí misma como la única o más efectiva manera para tratar la enfermedad. En algunos casos lo es, y la gente le debe la vida; sus vidas se vuelven, en un sentido, una historia de sus curas, de vida más allá de su tiempo.
Un viejo médico de la Pennsylvania rural es emplazado a una zona alejada para tratar a un niño que parecía moribundo. La preocupada familia sospechaba el veredicto. El doctor termina con su revisación y se vuelve hacia el padre. Lo mira por un momento, diciendo luego: “Él morirá. Pero primero se recuperará.”
Uno sospecha que muchos de nosotros estamos vivos en estos términos, y ese es nuestro destino cultural. Somos los sobrevivientes de una tasa de mortalidad infantil que alguna vez fue enorme. Nuestras vidas deben, curiosamente, reflejar el hecho.
A veces la medicina ortodoxa es increíblemente provincial. Como para salvar su reputación, da a la gente la ilusión de que maneja más de lo que está manejando, y de que los otros métodos para solucionar las cosas o bien son primitivos, no comprobados, exóticos, anti científicos, o bien no-norteamericanos. La mayoría de pacientes no exige honestidad, aún de cara a la muerte.
Aparentemente, todavía es menos terrible morir con los auspicios de la ciencia y la sociedad que, quizás, vivir merced a la gracia de una brujería foránea. Una persona curada, o no curada, por su médico habitual, sigue siendo un ciudadano hecho y derecho, un ciudadano del siglo que le dio la vida. Una persona curada exóticamente resulta transformada, porque el cuerpo no puede “negar” la razón de su nueva salud y desarrolla nuevos rasgos al completarse el tratamiento.
Los médicos pueden maldecir las altas cuotas de los seguros para mala praxis, pero ellos mismos las generaron, en parte gracias a su insincera postura de objetividad. Tradicionalmente, la medicina ortodoxa utilizó la amenaza de mala praxis como táctica para neutralizar la competencia de otras medicinas. Sin embargo, carece a la vez de un conjunto de reglas y procedimientos consistente. En última instancia, debe caer en la misma trampa legal que dispuso para sus competidoras. Su motivación es económica, no humanitaria.
La medicina ortodoxa tiene un argumento humanitario estándar. Si un paciente cae bajo el encantamiento del laberinto de tratamientos alternativos y fantásticos, el o ella pueden demorarse en recibir ayuda profesional competente para una condición que luego se vuelve incurable. Lo que confunde este tipo de situación es que, algunas veces, este argumento es provincial y auto indulgente mientras que otras constituye una exacta advertencia de la magnificencia criminal de muchos de los sistemas alternativos.
Un ejemplo casi clásico de esto último fue publicado en una revista del área de la bahía de San Francisco en el otoño de 1978. Una mujer sudafricana (interesantemente, con formación terciaria en matemáticas y química) intentó curar su ostensible enfermedad ocular con una combinación de iridología, acupuntura y meditación indicada por varios idóneos del norte de California. Según su propia interpretación, ella obtuvo una tremenda cantidad de apoyo y satisfacción de las experiencias curativas, las cuales incluyeron tratamientos con agujas, aprender a hacerse sus propios emplastos y fitomedicamentos y a invocar frecuentemente su propia “energía cósmica” positiva para combatir el trastorno. Pero el trastorno resultó ser un melanoma que durante el tratamiento de “salud holística” se había extendido a tal punto que ya era imposible de tratar mediante quimioterapia y láser, y ella tuvo que someterse a una enucleación.
Incuestionablemente, estas cosas pasan, pero confirman más la complejidad de estos temas que los resultados lamentables de utilizar una medicina alternativa. La mayoría de sanadores sabe qué puede manejar y qué no, y parte de tomar responsabilidad por la propia salud es aprender cómo contactar con sanadores, a examinar críticamente su trabajo y, por todos los medios, a evitar pedirles que hagan los milagros que la ortodoxia no pudo lograr. La reverencia inescrupulosa y pasiva es, por lo general, un disfraz peligroso para ponerse al procurar la cura o la iluminación.
Por cada paciente como la anteriormente mencionada, existen incontables que malgastaron su tiempo y su dinero por miedo casi de por vida a padecer enfermedades mortales y condiciones irreversibles, intentando rastrear un fantasma. El precio que pagamos por un establishment médico profesional es un miedo paralizante ante enfermedades letales e insidiosos microbios y virus desconocidos que verdaderamente convierten los hospitales en instituciones penales. Mucha gente que puede costear la atención mantiene frente a la enfermedad una guardia absurdamente profiláctica; incluso lo hacen algunos insolventes. Su vida entera está construida basándose en una falsa percepción de lo que debería ser su cuerpo.
Y luego enfrentamos una actual epidemia de enfermedades iatrogénicas (ocasionadas por el médico), enfermedades que son los efectos colaterales de tratamientos para enfermedades previas. Son usualmente más graves e incurables que las condiciones cuyo tratamiento las generó. El trastorno psiquiátrico producido por el tratamiento médico de enfermedades tanto físicas como mentales es otro robusto recién llegado al atlas patológico.
Entonces, cuando otorgamos a la institución médica su merecido reconocimiento como centro planetario de primeros auxilios, y también el del futuro, debemos asimismo señalar que es un riesgo y un espejismo, una fuente de patología, de miedo y de manipulación de las enfermedades de la gente con fines lucrativos y de ratificación personales.
Mucho de lo que pasa por enfermedad es un mensaje que debería conducir hacia un mundo que es emocionante y está henchido de luces, colores, sonidos, placeres, respiración suelta y hormigueante, crecimiento personal y visiones sorprendentes, para los cuales el mundo de las sustancias químicas estériles y las mesas quirúrgicas constituye una cruel reversión y un chiste despilfarrador.