LA VIDA NO TIENE HOGAR
Por Annelie Keil
Hace algunos años conocimos a Annelie en San Marcos Sierras, donde dictó una conferencia sobre Chamanismo y Salud basada en sus viajes en busca de una cura para su enfermedad terminal. En esa charla ilustró con un mandala tibetano la concepción de la salud como fenómeno simultáneamente físico, energético, anímico, espiritual, comunitario y social. Una visión que nuestra cultura precisa incorporar y aplicar con urgencia, y que esta mujer de ciencia alemana expone aquí con autobiográfica crudeza.
No existe verdadera fuente de sabiduría excepto la vida misma. No hay mayor necesidad que la de aprender y viajar con ella en esos tiempos en que estamos sumergidos en una suerte de oscuridad planetaria, llena de dioses falsos, ideologías insensibles e inhumanidad desenfrenada hacia los humanos y la naturaleza. Aún así, lo fundamentalmente humano es imperecederamente vigente, tal como lo descubrí viviendo mi propia vida en el seno de la barbarie del siglo veinte.
Nací al comenzar la Segunda Guerra Mundial y mi primera experiencia de vida fue el abandono. Fui internada en un orfanato en Polonia, porque yo fui un «accidente desafortunado» de una relación descuidada y sin amor. Dependiente y desvalida, debí aceptar lo que la vida me enseñó en aquellos primeros días después del nacimiento: No hay certeza ni promesa de nada. Yo no elegí a mis padres; yo no elegí el año de la guerra para mi nacimiento. Simplemente caí en la Tierra, una pequeña estrella sin hogar buscando un lugar para aterrizar. Y ahí estaba yo. Las enfermeras en el orfanato daban lo mejor de sí para ser madres y nosotros los pequeños tratábamos de obtener lo que necesitábamos: un abrazo, una sonrisa, alguien con quien jugar, alguien que nos alimentara. Abandono no significa que no hay nadie alrededor.
Recibimos el don de la vida como una posibilidad. Sólo en el proceso de ser llegamos a saber de que se trata vivir y cómo podemos convertirnos en seres humanos aun es estos tiempos de barbarie.
Lo que experimente en mi niñez parecía ser algo así como la esencia de la vida. Nuestras biografías son un intento de por vida de integrar los aspectos universales de la vida con nuestras propias experiencias en situaciones concretas, muchas de las cuales no nos gustan, muchas de las cuales nos hacen sufrir.
Como niña abandonada, yo sentí mi potencial de estar viva, no tenía dudas de que haber nacido tenía su razón de ser. Sentí que todo ello tenía un significado y salí a descubrirlo. Los niños son muy serios al cuestionar las realidades del mundo; por eso es que están tan ocupados con ellos mismos. Están enfrentando los «por qué» y los «por qué no».
Al caminar, escuchar, oler, movernos, pensar, sentir y tocar, desarrollamos y desplegamos la vida a nuestra manera, a través del uso de nuestros sentidos, nuestras mentes, nuestras relaciones sociales, nuestra espiritualidad.
En 1945, mi madre de sacó del orfanato. Aparentemente, le era más fácil huir de los rusos con una niña. Aún así, en mi sexto cumpleaños, fuimos a parar a un campo de prisioneros ruso. Un día, tratando de robar comida en ese campo, un oficial ruso me descubrió. Mirando mis asustados ojos, reconoció el anhelo y la ansiedad de su propia pequeña hija, quien junto con su familia, había sido asesinada cerca de Leningrado por los alemanes. Comenzó a llorar, y cuando me sonrió a través de sus lágrimas, nos tomamos de las manos. Dos personas sin hogar, sin decir palabra, decidieron cuidar uno del otro, ser padre e hija. Esto duró casi dos años –la única época de mi vida en que tuve un padre.
Esta experiencia profundizó mi comprensión de la vida humana. Aprendí que la vida en su más completo sentido sólo existe cuando se dan las condiciones apropiadas para vivir. No existe vida individual ni social, a menos que las creemos. Supe esto antes de pensar en ello y comprometerme en la actividad política.
La humanidad posee una natural responsabilidad por la continuidad de su vida; por lo tanto, constantemente deben tomarse decisiones para hacerla posible.
Después de la guerra, en mis diarios intentos por sobrevivir, podía sentir la danza rítmica de la vida entre ser y morir. Sentía que la danza podía fallar en cualquier momento, que la vida se despliega al enfrentar riesgos y resistencias. La luz necesita sombra para existir. Como dice un proverbio nativo norteamericano: «El alma no tendría arco iris si los ojos no tuvieran lágrimas».
Si no nos atrevemos a enfrentar nuestros miedos, nos condenamos a huir de ellos por siempre. Recomendaciones tales como «no te arriesgues», «no experimentes», «simplemente quédate donde estás», «confía en los expertos», son las más peligrosas para la vida social y democrática, y para la salud personal en el más profundo sentido.
De niña, yo estaba más abierta a la sabiduría de la vida que más tarde, cuando ya había sido entrenada, o también de algún modo malcriada, como científica. La vida está circunscripta por un paradigma de auto-organización, que llega más allá de nuestros propios límites, y la mera realidad.
No somos «holísticos» por nosotros mismos. El holismo sólo puede ser una práctica diaria, una «auto-integración» activa, como dice Hans Jonas, una tarea que puede fallar o tener éxito. No tenemos hogar y encontramos la verdad y un hogar a través de vivir inconscientemente. Yo aprendí a seguir el principio esencial de la vida, después de lo cual comencé a luchar conscientemente por los derechos humanos y sociales. A pesar de que esto era importante, mi propio camino espiritual se tornó más complicado. Al involucrarme políticamente en alcanzar metas, a menudo perdí confianza en mis experiencias vitales. Las raíces del amor, intercambio, cooperación, conexión, responsabilidad, compasión, movimiento, transformación del nacimiento y la muerte, constituyen ingredientes indispensables de nuestra vida física y espiritual. Son parte de una biología de la esperanza y el amor que ayuda a conectarse con estas fuentes cuando somos conscientes de ellas y nos animamos a tomar decisiones.
La vida no es un programa. Parece ser una invitación, un desafío a dar el siguiente paso hacia la oscuridad de la incertidumbre y la creatividad. Al perseguir modelos e ideologías más que la vida misma, buscando la seguridad, tratando de asegurarse contra todo riesgo, uno cae en una trampa, porque no existe seguro de vida que uno pueda comprar. Nadie más que nosotros mismos puede vivir nuestra vida.
Pero, ¿cómo podemos soportar el sufrimiento que proviene de esta incertidumbre y apertura? Yo debí abandonar mi padre adoptivo cuando nos mandaron de vuelta a casa, libres, en Alemania después de la guerra. Después de años de haber sido una prisionera, no me sentía en casa ni del todo libre. Otra vez me encontraba sin hogar porque había perdido al único ser que realmente me protegió. No había nada por que vivir en esta libertad.
En Alemania Occidental aprendí lo que significa ser un refugiado, ser pobre y depender de la asistencia social, el no tener familia, no ser bienvenido. No fui programada con ningún sistema de creencias religioso. Mi madre decía que la religión era una droga para gente estúpida. Aún así, yo reconocía a mi infantil modo que «la fe es el sentir la vida en uno mismo» (Wilhelm Reich). Y aprendí que la capacidad de creer nos fue concedida como una función primordial y necesaria para sobrevivir. Es una fuente de esperanza, una solidaridad de entidades vivientes. En medio de la desesperación, el hambre y la discriminación siempre hay una pequeña ayuda de amigos. Sólo si valoramos el ser parte del orden universal, podemos reconocer el hambre de otro ser como propio. O ver en alguien que está sin hogar o enfermo la invitación a crear vida, y a ayudar ¡ya!
A este primoroso impulso religioso que cobra sentido, lo compartimos como una necesidad del alma. No se le puede renunciar o violar sin que ello implique serios daños para el individuo y las sociedades en las que vivimos.
Ya como mujer adulta, sintiéndome abandonada luego de una profunda relación amorosa, desarrollé un cáncer. Tuve que perder algo muy importante para ser capaz de crear vida nuevamente. La enfermedad puede necesitarse para comprender la salud como un acercamiento holístico y profundo a la vida, en lugar de un castigo por algo mal hecho. Enfermar no es algo atribuible a meros factores de riesgo. Enfermedad y salud constituyen una reciprocidad, como la oscuridad y la luz. Rememorando las experiencias de mi niñez y reflexionando sobre ellas, puedo enfrentar mejor mis problemas y los problemas de la sociedad en la que vivo.
Tornándonos más y más aprisionados tras las paredes de la separación y la competencia, nuestra sociedad está perdiendo el humano lenguaje de compartir en comunidad. La brecha entre ricos y pobres, entre naciones y entre razas está aumentando. Mareados por nuestra capacidad destructiva, nos hemos alejado de la realidad y llegamos a creer en una «realidad virtual» producida con el propósito de hacer dinero.
Estamos viviendo en un siglo de estupidez arrogante. Una sabiduría ancestral ha sido reemplazada por narcisismo intelectual e ignorancia extrema. Nuestra verdadera fuente de sabiduría es la vida misma, y en lo imperecederamente vigente y específicamente humano hay esperanza.
LA AUTORA: Annelie Keil es rectora del departamento nacional de posgrados para las carreras de Humanidades desde la Universidad de Bremen, Alemania, donde reside. Creo y dirige un programa televisivo semanal de divulgación científica, de amplia repercusión en todo el país. Reproducimos con su autorización este articulo, originalmente publicado en «What does it mean to be Human?» Reference for Life, de Frederick Franck, Janis Roze y Richard Connoly, editado por Circumstancial Productions Publishing, New York, USA.